Por: Carlos Méndez
Hasta hace unos años, como despidiendo al siglo XX, los puestos callejeros de paquines, revistas y libros usados, fueron espacios de esparcimiento y divagación para algunos mortales, que no encontraron otra forma de sacudirse la modorra o algún diablo interior. A estos escaparates de revisteros populares, unos usando las aceras para mostrar su mercancía textual y gráfica de las grandes ciudades y mercados públicos, confluyó una clientela que en su mayoría se la rifó para conseguir a precios cómodos, libros de textos escolares para sus cipotes y que en otras partes costaban como sigue siéndolo, un ojo de la cara. Entre la variopinta clientela pudo distinguirse aquellos abigarrados noveleros que vaciaron su tiempo y aburrimiento con las novelas de vaqueros como el llanero Solitario o Bonanza. Otros se sentaron en el taburete del revistero para divertirse con las historietas de Superman, el Pájaro Loco, Pato Donald, Batman o el pícaro y mordaz Condorito. Finalmente, Hermelinda Linda, y sin quedarse atrás, aunque con menor lectura, la Mafalda de Quino.
La gente aficionada a los paquines se agolpaba a los puestos de revistas de la calle o mercados públicos como el San Isidro en Tegus y los más populares de San Pedro Sula o Choluteca. Llegaron a dichos puestos, con la dicha de comprarle tiempo al tiempo para huir de algo; de la suegra, algún cobrador o qué sé yo, sentarse en la silla medio destartalada del vendedor para descansar de tanto rebote por el rebusque de la vida. En ese orden se apuntan hombres y mujeres rastreando textos escolares baratos porque con lo caro que son, resulta un pecado oprobioso, poner un pie en la librería Navarro, la Caminante, Caminante o la Guaymuras. Existió un pequeño contingente clientelar que anduvo gastando suela para buscar ejemplares usados con títulos poderosos como sus escritores del porte de Juan Rulfo o Gabriel García Márquez. Llegaban al suave, solo para ver títulos, hojear un poco, preguntar por los precios y dar la vuelta allí mismo. Es decir, sin comprar nada. Aquí, en este reducto hemos podido localizar también, al sujeto pesquisador-comprador que luego de llegar a los puestos artesanales se sorprendieron por ciertas cantidades de libros con el nombre del dueño que alguna vez fue; a veces con dedicatorias adjuntas; y se dispuso como cazador furtivo a comprar dichas obras a manera de trofeos impecables sea por su desaparición casi total, como “El Alcázar de Cristal” del olvidado cholutecano Ramón Padilla Coello, el bardo vagabundo que en una noche de bohemia se nos fue con su “verso fragante y primaveral” cuando frisaba los 26 años o, “El Resplandor de la Aurora” de Joaquín Soto, Comayagüense, con su “hora de angustia” “mientras llueve”, que se hizo una impresión en 1939, la Ceiba, con un prólogo alucinante del colombiano Porfirio Barba Jacob En los andenes del Mercado San Isidro, Tegucigalpa, y algunos puestos que usaron las acera como escaparate, en más de alguna vez se pudo disfrutar de libros que fueron comprados para regalo con dedicatorias especiales y que no se sabe cómo pudieron llegar a los establecimientos de revistas y libros usados, porque cómo es posible que un libro con dedicatorias a mano dedicado a una persona en especial, pudo venderse sin ton ni son a los revisteros y libreros de la calle. Así, de esta forma, alguien una vez, a finales de los noventas, alguien logró comprar sin desgano alguno, “La oreja de Dios” de Ciro Bianchi y que, en 1999 en su primera página en blanco, de puño y letra dice lo siguiente: con “admiración y aprecio al periodista Manuel Torres Calderón”. La dedicatoria está firmada por el recordado Dr. en Economía Gustavo Aguilar. Otro libro ya vetusto intitulado Oro y Miseria. Las Minas del Rosario” fue escrito por Matías Fúnez padre. Resulta que este libro de puño y letra de su autor, se lo dedica al famoso caricaturista Mito Bertrand Anduray, el 5 de octubre de 1968: Su dedicatoria es hermosa: “Al querido amigo, el gran caricaturista centroamericano, Mito Anduray, quien también es un magnifico escritor que todos admiramos”. Cordial homenaje, Mito”, culmina el párrafo del propio escritor del libro. Y qué decir de este otro libro, pasta roja, que alguien se encontró tirado para la venta, en una acera pública de la capital de nuestro país; se llama: “Valle, Apóstol de América”, escrito en la primera mitad del siglo pasado, por el sureño y extinto escritor Eliseo Pérez Cadalso y que dedica con su firma así: “al joven Profesor Ernesto Alvarado, recordándole con aprecio. Su afectísimo amigo. Septiembre, 1954”. En fin, vea usted, libros viejos, imperecederos, con dedicatorias de incalculable valor y sus circunstancias extrañas en que fueron a parar a los compradores y vendedores, al mismo tiempo, de libros usados. ¡Como para escribir un cuento, eh! —o algo más. ¿Qué dice usted?