Por: Paulina Domínguez
Esta afirmación no se entiende sin mirar cómo ambos actores proyectan sus intereses, sus modelos y sus expectativas sobre un territorio históricamente atravesado por dependencias, desigualdades y aspiraciones de soberanía. La competencia entre Washington y Beijing no es solo una disputa por mercados o presencia diplomática: es un enfrentamiento entre dos formas de concebir el desarrollo, dos narrativas de poder y dos maneras de relacionarse. América Latina, por primera vez en décadas, no aparece únicamente como un terreno sobre el cual se despliega esa disputa, sino como un actor que intenta redefinir los términos de su participación.
Durante la segunda mitad del siglo XX, el modelo estadounidense estructuró la vida política, económica y militar de la región. Su discurso se sostenía en la defensa de la democracia, la estabilidad, el libre mercado y la seguridad hemisférica, aunque en la práctica estas ideas se tradujeran en intervenciones directas, golpes de Estado, sanciones económicas y la imposición de políticas que respondían más a los intereses de Washington que a los de las sociedades latinoamericanas. Desde México hasta Argentina, la arquitectura institucional, comercial y financiera moldeó la orientación de la región hacia el Norte. Ese diseño sobrevive, pero está lejos de ser la única opción en el presente.
China no llega a América Latina con el legado histórico de Estados Unidos, ni con la capacidad de intervenir en procesos políticos internos. Su presencia se da a través de infraestructura, préstamos, tecnología, cadenas logísticas y comercio acelerado. Su diplomacia se orienta a la neutralidad política, el respeto a la soberanía y la cooperación Sur-Sur. Pero lo que realmente transforma el paisaje no es la retórica, sino el despliegue material: puertos de aguas profundas, megaproyectos energéticos, corredores ferroviarios, plantas de litio, redes 5G, sistemas de vigilancia urbana, parques solares y eólicos, ensambladoras de automóviles eléctricos, satélites de telecomunicación y un flujo cada vez más intenso de bienes manufacturados.
Lo que está en juego no es solo quién tiene mayor presencia, sino qué tipo de orden político, tecnológico y económico se instalará en la región. Ambos modelos compiten por decidir el futuro latinoamericano desde lógicas opuestas.
El modelo estadounidense apuesta por el marco institucional establecido en la Guerra Fría. Sus acciones se acompañan de discursos que emulan la democracia, transparencia, Estado de derecho, estabilidad macroeconómica y sistemas regulatorios previsibles. La influencia opera a través de tratados comerciales, programas de seguridad, financiamiento condicionado y presión diplomática. No es una relación que se limite al mercado: incluye todo un proyecto civilizatorio. Washington espera alineamiento en votaciones multilaterales, cooperación en seguridad, reformas institucionales y políticas económicas consideradas responsables desde la óptica occidental.
El modelo chino opera desde la materialidad, desde el desarrollo visible y rápido. En lugar de pedir reformas, entrega maquinaria. En vez de condicionar fondos a cambios institucionales, ofrece créditos con plazos largos y pagos flexibles. Donde Estados Unidos propone marcos normativos, China propone obras concretas. Su objetivo no es reformar estados, sino integrar flujos: recursos naturales, energía, transporte, bienes manufacturados, tecnología. El mensaje es práctico: “si necesitas infraestructura, podemos construirla”. El discurso político va unido a una estrategia económica orientada a asegurar el acceso a materias primas y nuevas rutas comerciales.
El resultado ha generado tensiones que trastocan a toda la región. En países como Perú, Argentina y Brasil, la economía se articula cada vez más en torno a la demanda china de minerales, soja y petróleo. En México, en cambio, la integración con Estados Unidos es tan profunda que cualquier intento de diversificación genera fricción. El resultado es un continente dividido no entre izquierda y derecha, sino entre quienes dependen del modelo estadounidense para su estabilidad institucional y quienes dependen del modelo chino para su crecimiento económico. Y en medio de ambos polos, gobiernos que intentan navegar de forma estratégica, aunque no siempre con éxito.
La tensión estructural entre los modelos se vuelve evidente cuando se analizan los mecanismos de influencia. Estados Unidos continúa utilizando sus herramientas coarcitivas: sanciones, advertencias, asistencia militar, presión en organismos multilaterales, renegociaciones comerciales, cláusulas laborales y ambientales, condicionamientos en el acceso a financiamiento. China, en cambio, utiliza herramientas económicas: préstamos, construcción de infraestructura crítica, acuerdos tecnológicos, inversión directa, financiamiento estatal, presencia en puertos y cadenas de valor. Ambos buscan influir en el comportamiento de la región, pero lo hacen desde perspectivas distintas.
Para América Latina, este competencia puede ser entendida como una oportunidad, pero también un riesgo. La región puede utilizar esta situación para diversificar socios, mejorar su capacidad de negociación, obtener mejores condiciones y evitar la subordinación exclusiva a una potencia. Esta estrategia se conoce como multialineación. La multialineación no es neutralidad, ni indiferencia diplomática. Es la capacidad de aprovechar lo que cada potencia ofrece sin aceptar sus costos estratégicos en su totalidad. Es decir sí selectivamente y no estratégicamente.
Sin embargo, el margen de maniobra no es igual para todos. México carece de la flexibilidad de países sudamericanos debido a su profunda integración con Estados Unidos; su multialineación es más limitada y debe ejecutarse con cautela. Brasil, en cambio, tiene más espacio, tanto por su peso económico como por su tradición diplomática. Chile y Perú pueden negociar con China desde una fortaleza mineral, pero dependen de mercados financieros occidentales. Centroamérica tiene menos capacidad de maniobra, atrapada entre las remesas, la migración y la presión estadounidense en seguridad y gobernanza.Estas diferencias internas dificultan la construcción de una estrategia regional coherente.
A esto se le debe sumar otra consideración , si el modelo estadounidense históricamente ha implicado tutela política, el modelo chino puede implicar captura económica. Los megaproyectos financiados por Beijing transforman territorios enteros, pero sin consultar a comunidades afectadas y con posibles riesgos de endeudamiento. A la vez, las advertencias estadounidenses sobre seguridad y democracia pueden resultar legítimas en algunos contextos, pero también pueden funcionar como pretextos para mantener el control político sobre países considerados “sensibles” para su seguridad hemisférica.
La pregunta clave para el Sur es: ¿cómo se construye autonomía entre dos modelos que, aunque opuestos, pueden ser igualmente condicionantes? La respuesta no es elegir uno ni alternar entre ambos por simple pragmatismo: es fortalecer capacidades internas que permitan negociar de manera soberana. Esto incluye políticas industriales activas, regulación ambiental fuerte, fortalecimiento de instituciones, diversificación productiva, inversión en ciencia y tecnología, integración regional, defensa de territorios y mecanismos de transparencia que reduzcan la captura de élites locales por intereses externos.
En este escenario, América Latina tiene una oportunidad histórica. La multipolaridad, lejos de ser un discurso abstracto, abre un espacio real para que la región diseñe un proyecto propio. Ya no es obligatorio alinearse con el discurso democrático del Norte ni adoptar el pragmatismo extractivo chino en su forma más cruda. Se puede negociar con ambos, disputar condiciones, crear alternativas regionales, exigir transferencia tecnológica, condicionar inversiones a criterios locales, defender soberanía energética y fortalecer la voz latinoamericana en foros globales.
–El presente es un artículo en alianza con https://latam.rs/