Por: José Antonio Maradiaga Rodríguez
En pleno siglo XXI, hablar de inseguridad alimentaria resulta una paradoja dolorosa. La humanidad ha conquistado la Luna, desarrollada inteligencia artificial y descifrado el genoma humano, pero sigue arrastrando un flagelo tan básico y antiguo como la falta de alimentos. La historia está marcada por crisis alimentarias devastadoras, como las ocurridas entre 1972 y 1975, donde millones de personas murieron de hambre. Hoy, aunque la tecnología y la producción han avanzado, millones siguen sin acceso a comida suficiente y nutritiva.
La inseguridad alimentaria es una situación crítica que impide a las familias cubrir sus necesidades alimenticias de forma digna. No se trata solo de hambre, sino de la falta de acceso físico, económico y social a alimentos que garanticen una nutrición adecuada. Las causas son múltiples: desempleo, bajos salarios, conflictos armados, desastres naturales, falta de tierras para el cultivo, deficiencias educativas e indiferencia gubernamental.
Las consecuencias de este problema son igualmente devastadoras. La desnutrición infantil, las enfermedades infecciosas, el deterioro cognitivo, la migración forzada y el aumento en la mortalidad infantil son solo algunas de las secuelas de un sistema que sigue fallando a millones. En Honduras, más de 2.4 millones de personas padecen hambre, según datos oficiales. Alarmantemente, tres de cada diez niños menores de cinco años presentan signos de desnutrición crónica.
En el contexto centroamericano, el panorama no mejora demasiado. Guatemala, El Salvador, Nicaragua y especialmente Honduras, encabezan la lista de naciones más golpeadas por la inseguridad alimentaria. En contraste, Panamá y Costa Rica han mostrado avances significativos gracias al compromiso gubernamental y políticas sostenidas de apoyo social y agrícola.
Cholulteca, junto a otros cinco departamentos hondureños, figura entre las regiones más afectadas, donde la mayoría de los municipios presenta escasez de alimentos. Aquí, el problema no es solo climático o económico, sino también político: la ausencia de una estrategia nacional sostenible condena a miles a la incertidumbre diaria de si podrán comer mañana.
Las soluciones existen, pero requieren voluntad. Es imperativo que los gobiernos impulsen programas de agricultura familiar, subsidios a los más vulnerables, políticas públicas de seguridad alimentaria y mayor acceso a la salud y educación nutricional. La cooperación con organismos como la FAO y UNICEF puede marcar la diferencia si se acompaña de acciones sostenidas y transparentes.
Niños y adultos mayores, los sectores más frágiles, son los primeros en sufrir las consecuencias del hambre. Su salud, su desarrollo y su derecho a una vida digna están en juego. A estas alturas de la historia, el mundo no necesita más excusas: necesita compromiso real para convertir la inseguridad alimentaria en una herida del pasado.